Benedicto XVI a los jesuitas
Cuando Benedicto XVI entraba en la Sala Clementina del Palacio Apostólico en el Vaticano el 21 de febrero de 2008, lo acogimos con aplausos los jesuitas que estábamos participando en la Congregación General 35 y que habíamos sido invitados a una audiencia con él. Los aplausos nacían del afecto, pero igualmente de la expectación. A esas alturas de la Congregación necesitábamos escuchar del pontífice palabras que dieran el empuje decisivo a nuestros trabajos en el aula.
Cumplió con nuestras expectativas. También las superó con creces. Benedicto XVI, mientras intervenía, fue reavivando nuestros deseos apostólicos al recordarnos que “no son los mares o las grandes distancias los obstáculos que afrontan hoy los heraldos del Evangelio, sino las fronteras que, debido a una visión errónea o superficial de Dios y del hombre, se interponen entre la fe y el saber humano, entre la fe y la ciencia moderna, entre la fe y el compromiso por la justicia”. Como en otras ocasiones, era un Papa quien nos pedía discurrir por el mundo y servir a la Iglesia allí donde Dios es negado para ser experiencia de fe y de justicia. Benedicto XVI puso por delante el aval de nuestro pasado remoto y reciente –desde san Francisco Javier hasta Pedro Arrupe–, con el fin de comprometernos, una vez más, a “promover y defender la doctrina católica”, a profundizar en el cuarto voto, a proseguir y renovar la misión entre y con los pobres, y a continuar con el ministerio de los Ejercicios.
Mientras los congregados regresábamos a la Curia General, no comentábamos sólo el impacto positivo que nos produjo el discurso. Nos pareció llamativa la confesión personal que el Papa había hecho respecto a la oración del “Tomad, Señor, y recibid” de los Ejercicios ignacianos. A Benedicto XVI le parecía “demasiado elevada” y se sinceraba con nosotros admitiendo que “casi no me atrevo a rezarla”. Sin embargo, apostilló enseguida que “siempre deberíamos repetir” aquella oración. Y, en efecto, así lo hizo delante de nosotros para concluir sus palabras.
Cuando años después, el 11 de febrero de 2013, hizo pública su renuncia, creo que más de uno de los testigos de aquella mañana en la Sala Clementina sentimos que el Papa había sido el primero en continuar rezando con el “Tomad, Señor, y recibid” ignaciano. Benedicto XVI volvía a ponerse delante de nosotros y a pronunciar palabras esenciales. En este caso, nos mostraba la libertad que brota del Evangelio, capaz de comprender que cuanto se es y se tiene, en el fondo, es la verdadera ofrenda sobre la que hay que pronunciar un rotundo “vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno”. La Iglesia contemporánea vive hoy muchas de sus luces gracias a aquella libertad con la que fue bendecido uno de los sucesores de Pedro.
Francisco José Ruiz Pérez, SJ