50 años del Decreto 4: fe y justicia
El 2 de diciembre de 1974 daba inicio la Congregación General 32ª (CG 32) de la Compañía de Jesús. Apenas un mes y medio antes comencé el noviciado jesuita con un grupo de nueve compañeros. Nuestros inicios en Compañía estuvieron marcados por esta Congregación General, a la que el Maestro de novicios, P. Jesús Corella, prestaba gran atención.
La CG 32 se prolongó hasta el mes de marzo de 1975 y fue a partir de ese final cuando empezamos a caer en la cuenta de la gran importancia que para la vida de la Compañía y la Iglesia (valga la presunción) iba a tener este acontecimiento. Nosotros, como novicios recién llegados, carecíamos de perspectiva para valorar su importancia. Pero tuvimos la suerte en los meses siguientes a su finalización de tener con nosotros, en el propio noviciado, al P. Alfonso Alvarez Bolado, uno de los jesuitas que participó activamente como delegado de la provincia de Castilla en la asamblea y en la redacción de este decreto 4 (D4), titulado “Nuestra misión hoy: servicio de la fe y promoción de la justicia”. El P. Alvarez Bolado era entonces uno de los intelectuales jesuitas más reconocidos de la Compañía de Jesús en España y profesor de la universidad Comillas.
El P. Bolado llegó a la comunidad del noviciado con necesidad de descanso y un lugar apacible donde leer y escribir sobre lo vivido en Roma sin otros agobios intelectuales y apostólicos. El Maestro de novicios a su llegada le pidió no solo que hablara de la CG 32, sino que ofreciera a los novicios un minicursillo sobre aquel acontecimiento de Compañía del que había sido protagonista.
Fue entonces cuando empezamos a asomarnos con mayor intensidad a aquellos acontecimientos y a percibir su importancia. Y lo hicimos a la manera de aquel “gigante”, subidos a sus espaldas y a su capacidad de penetración intelectual. Lo primero que nos propuso fue comenzar por los antecedentes de esta asamblea de Compañía para leer después de modo especial el D4. Porque esta Congregación fue el fruto de una larga gestación eclesial que, por poner un límite temporal en el pasado, arrancaba con el Vaticano II y el papado de Pablo VI, continuaba con el generalato del P. Pedro Arrupe (1965), seguía con la Asamblea episcopal de Medellín (Colombia, 1968) y se prolongaba en el Sínodo de obispos sobre la “Justicia en el mundo” (“El sacerdocio ministerial y la justicia en el mundo” 1971).
No dijo que fueran los únicos precedentes, pero sí habló de su importancia y nos hizo leer un buen puñado de documentos para adentrarnos después en el decreto estrella de aquella Congregación.
Ciertamente, la preocupación social ha sido, bajo modalidades diversas, misión de la Compañía, que desde sus orígenes busca reconciliar a los hombres entre sí y con Dios. Pero servir a la fe en el presente histórico requería como “exigencia absoluta” la promoción de la justicia ante la inmensa realidad de pobreza y explotación en que vivían las grandes mayorías del planeta. El concilio Vaticano II había dicho que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Gaudium et Spes 1). La Compañía supo que esta misión de servicio a la Iglesia y al mundo adquiría un sentido nuevo, una nueva urgencia y exigía una nueva mirada sobre la realidad, porque se encontraban en presencia de nuevos desafíos.
La CG 32 y su D4 generaron posteriormente transformaciones importantes en el apostolado y las instituciones de la Compañía, en la acción y la reflexión del Cuerpo apostólico, en la espiritualidad y los modos de organizar la vida comunitaria en cercanía a los pobres. Transformaciones por las que la Compañía tuvo que padecer la cruz, como había pronosticado proféticamente el P. Arrupe al declarar que “no trabajaremos por la justicia sin pagar un precio”. Aquel costo fueron 48 jesuitas asesinados por su defensa de la justicia.
Allí en 1974 comenzó un extraordinario cambio en la Compañía de Jesús que no podemos más que agradecer a Dios y a quienes lo hicieron posible con su reflexión, su coraje y su vida.
Cipriano Díaz Marcos, SJ