Una medicina que va de personas
El inicio de este curso supone un hito importante en el mundo universitario por la entrada de una universidad jesuita, la Universidad de Deusto, en el ámbito sanitario, con un grado de Medicina y otro de Fisioterapia. Lo es para la propia Compañía de Jesús, pues de las 200 universidades jesuitas que hay en el mundo solo 15 cuentan con facultades de medicina.
Aunque la educación jesuita no se ha adentrado mucho en este campo, lo cierto es que la cuestión de la salud ha tenido siempre una gran importancia para la Compañía. En sus viajes, Ignacio elegía para hospedarse hospitales donde convivía con enfermos y vagabundos. Cuando en 1535 vuelve a Azpeitia, rechaza hospedarse en la casa solariega de Loyola que le ofrecen sus familiares —incluso se niega a usar una cama que le envían— por acompañar a los pobres del hospital, y manda recado a su hermano «que él no había venido a pedirle a él la casa de Loyola, ni a andar en palacios, sino a sembrar la palabra de Dios».
Ignacio exhortaba a los jesuitas a visitar a los enfermos allá donde fueran, y así lo demuestran sus cartas y escritos. Lo exige incluso a los teólogos jesuitas que acudirán al Concilio de Trento, indicándoles que han de turnarse en sus visitas a los hospitales. La atención a los enfermos es una importante obra de misericordia, junto a otras como el socorro a los presos en las cárceles o la pacificación de los desavenidos. Alojarse en hospitales, servir a los enfermos más pobres, lavándoles o dándoles de comer y haciendo que se sintieran físicamente cómodos, y acompañarlos espiritualmente, fue parte de la rutina de los primeros jesuitas.
Es por ello por lo que, en la formación de un jesuita, también en la actualidad, una de las experiencias más importantes es el mes de hospitales, cuando el novicio vive y sirve en un hospital. Diego Laínez explica que su fundamento está en el propio Evangelio: estuve enfermo y me visitasteis (Mt 25,35). El Jesús que se contempla en los Ejercicios espirituales se palpa en el mes de hospitales.
Impresiona leer los ejemplos de quienes entregaron su vida por los enfermos, como san Luis Gonzaga, en la Roma asolada por la peste en el siglo XVI, o del beato Juan Beyzym, en una leprosería de Madagascar a principios del XX; y nos maravilla descubrir el interés de los jesuitas de las Reducciones por la terapéutica de los pueblos indígenas americanos basada en el uso de plantas y animales.
La enfermedad, como el fracaso o cualquier otra experiencia de vulnerabilidad, cambia nuestra forma de ver las cosas, haciéndonos más humildes. Jesús, cuando la gente se acerca a él con dolencias, encuentra una oportunidad de encuentro y aproximación a lo más hondo de la persona, allá donde Dios puede curar las heridas más profundas. No se trata de ver la enfermedad y el dolor —ni el fracaso o la frustración— como cosas deseables; pero cualquier vulnerabilidad es un posible punto de encuentro donde Dios busca y consigue sacar lo mejor de cada uno. No olvidemos que la conversión de Ignacio —cuyo quinto centenario nos disponemos a celebrar— tiene su origen en una herida y en la experiencia que ella propicia.
Sentirnos limitados y frágiles —aunque la cultura imperante sugiera lo contrario— es captar algo esencial a la condición humana, y constituye el fundamento para una conciencia universal de la dignidad de todos los seres humanos, de su dependencia de la Creación y de la corresponsabilidad que en ello nos atañe.
Todo lo dicho no significa ignorar la autonomía de la disciplina médica y el valioso bien propio al que los profesionales sanitarios están llamados a servir y para el que son formados. Pero no cabe mejor pertrecho que estas fuentes históricas y espirituales para —dicho en lenguaje contemporáneo— «una medicina centrada en la persona» que busque «tratar a la enferma y al enfermo, no a la enfermedad».