Memoria agradecida
El P. Adolfo Nicolás, Superior General de la Compañía de Jesús del 19 de enero de 2008 al 3 de octubre de 2016, ha muerto en Tokio, el 20 de mayo. Hombre bueno, en el hondo sentido de la palabra, de corazón y visión grande, como la jirafa cuyo ejemplo tantas veces ha citado, jesuita de creativos deseos y de diálogo afable y paciente, que valoraba la escucha, el silencio y la contemplación para encontrarse con Dios, que anhelaba la justicia, la reconciliación y la paz para curar nuestro mundo herido.
El 6 de agosto de 2018, el P. Nicolás, consciente de su deterioro físico y sintiéndose “más que nunca en las manos de Dios”, como el P. Pedro Arrupe, su predecesor en tantas coincidencias biográficas y espirituales, se fue de Manila, destinado a la enfermería de la Provincia de Japón. En aquella ocasión, se editó una estampa –recordatorio con un pensamiento suyo, que define su talla humana y religiosa, testamento y estímulo para quienes compartimos la misión de Dios, jesuitas y no jesuitas:
Siempre me han gustado los textos que nos invitan:
- a servir a los demás… a ir más allá de lo que parece razonable y más allá de cuanto la cultura considera adecuado (Mt, 5, 21-48)
- a dejarse desafiar por la imagen del servidor, del evangelio de Marcos, que viene propuesta a todo aquel que quiere ser discípulo del Señor.
- en fin, a estar tan profundamente convencidos de nuestra “inutilidad”, que por ello elegimos espontáneamente los últimos puestos en los banquetes y expresamos desde el fondo del corazón, aquello que encierra el que juzgo es el texto fundamental del servicio: “somos siervos inútiles; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17, 7-10).
- Todo lo demás es superfluo. (P. Adolfo Nicolás, SJ)
La carta que acaba de enviar el P. General a toda la Compañía, comunicando la defunción del P. Nicolás, pone de relieve este espíritu de servicio humilde. Desde mi experiencia de haber estado cercano a él durante los ocho años de su generalato, reafirmo con absoluta convicción lo que indica el P. Arturo Sosa: “Es una bendición haberlo conocido”.
Desde hace ya bastante tiempo era visible que se cumplía aquel fatídico término “progresiva” al que el propio P. Adolfo se refería con humor, como el concepto que mejor había comprendido cuando le dieron el diagnóstico de una enfermedad que, en efecto, avanzaba y le iba robando lo que había sido la chispa de su mirada, la vivacidad de sus gestos, el lenguaje expresivo de sus manos, la alegría que contagiaba a todos. Con el desprendimiento que le ha caracterizado, estaba entregando al Señor todo su haber y su poseer, para que dispusiera según su designio.
El Papa Francisco le dispensó siempre un fraterno afecto desde el primer momento de su pontificado. Un signo de ello fue su decisión de acompañar al P. Adolfo, el 12 de febrero de 2017, cuando le despedimos en la comunidad de la Curia General. Unos minutos antes de llegar el Papa, en un detalle que define a Francisco, telefoneó para insistir en la discreción de su presencia, pues el único protagonista había de ser el P. Adolfo. Por eso cuando nos disponíamos a hacer la foto del grupo, entre bromas y risas, el Papa le “obligó” a sentarse en el sillón central, revestido de blanco, que a él le habíamos preparado. Pero el signo más elocuente y emotivo fue cuando el Papa, con ocasión de su viaje a Japón, le visitó en la enfermería de Tokio el pasado 26 de noviembre.
Ambos, Francisco y Adolfo, han coincidido en muchas inquietudes. Era claro para el General de la Compañía que la aportación específica de un Papa jesuita había de ser abrir procesos de cambio y ofrecer a la Iglesia la práctica del discernimiento ignaciano, como instrumento indispensable para buscar la voluntad de Dios y mejor servir el bien más universal.
Respaldado por la coherencia de su vida y su experiencia, el P. Adolfo ha promovido una Iglesia y una Compañía en salida hacia las fronteras, como lugares de encuentro con Dios, bien consciente de la dificultad que entrañan y de la preparación en profundidad con que es preciso equiparse para proclamar la noticia, siempre nueva y oxigenante, que permite ver como Dios ve, sentir como Dios siente, hablar como Dios habla y servir como Jesús ha servido.
También el P. Adolfo, paragonando al Papa Francisco, preocupado por la disminución del número de jesuitas y comunidades en contacto con ambientes marginales, ha querido una Compañía pobre y para los pobres, una asignatura pendiente, como le escuché decir con mucha frecuencia en las diarias sesiones del Consejo General. Un desafío que ahora ha recogido el P. Arturo Sosa en la carta del 27 de septiembre de 2019 con la que convoca el Año Ignaciano (2021 – 2022): Estoy convencido de que esta es una de las llamadas más urgentes a la Compañía de Jesús en nuestros tiempos… cómo vivir más a fondo nuestro voto de pobreza y así acercarnos más al estilo de vida que Ignacio y los primeros compañeros… quisieron para nuestra Compañía.
A pesar del desgaste físico, la lucidez que ha mantenido hasta la crisis final, le permitió seguir con interés los complejos temas y acontecimientos sociales y eclesiales de nuestro momento histórico, a los que él había dedicado estudio y reflexión desde la teología pastoral y que nos fue desgranando en sus homilías, conferencias, documentos y cartas, tales como la evangelización fuera de toda connotación proselitista o el compromiso de la Compañía con la ecología. O la inculturación y la necesidad de fomentar un nuevo modelo de organización de la sociedad para cimentar el cambio de época. O el ir, codo con codo con creyentes de otros credos, tras las huellas del Espíritu que nos antecede a todos y nos invita a superar las diferencias culturales y religiosas.
Le preocupó, e intentó encauzar cuanto pudo, la formación para un liderazgo, personal y corporativo, capaz de favorecer un estilo renovado de gobierno. Su modo de planificar y de tomar decisiones no eran estrategias de despacho. Fue, sobre todo, un líder inspirativo, desde su filosofía de la vida y desde su espiritualidad centrada en el Evangelio y enriquecida por un trabajado conocimiento del patrimonio religioso del mundo oriental. De ahí sus mensajes pretendidamente incompletos y fragmentados, cuajados de innumerables preguntas existenciales, que ensanchaban horizontes y ayudaban a pensar y a escuchar la música callada de nuestro interior.
Bien podemos aplicarle las palabras del apóstol Pablo: “He combatido en noble combate, he llegado hasta la meta, he mantenido la fe” (2 Tim 4,7). Se ha ido como vivió, ligero de equipaje. En silencio solidario con tantas y tantas personas que en estas fechas fallecen en soledad y sin el merecido duelo. Ahora ya tiene la certeza de que los últimos son los primeros. Ahora ya dialoga, animadamente y sin prisa, con todos los santos de la iglesia universal y de todas las creencias y agnosticismos que, con gratuidad, han procurado en todo amar y servir. Querido hermano y amigo en el Señor, querido padre Adolfo Nicolás, descansa en paz.
Joaquín Barrero, S.J.