Arrupe
Aunque hoy pensemos que vivimos tiempos de grandes transformaciones, las décadas centrales del siglo XX conllevaron convulsiones mucho mayores en la sociedad y en la Iglesia. Esa fue la experiencia vital de la generación de Pedro Arrupe, que se debatía entre quienes querían cambiarlo todo y quienes luchaban porque nada cambiara. En ese contexto, el de Arrupe es un liderazgo inclasificable, porque aúna, como todo buen reformador, el retorno a las fuentes antiguas con la adaptación a los nuevos tiempos. Por ello se equivocan quienes buscan encasillar a Arrupe con etiquetas propias de corrientes, ideologías o sectores sociales. Su complejidad y hondura casan mal con las visiones de trinchera a las que nos tienen acostumbrados.
La labor de Arrupe está animada por una profunda experiencia mística de encuentro con Cristo, que lo impulsa a revitalizar desde dentro cada realidad: la vida religiosa, convencido de su necesidad en los nuevos tiempos; la educación, por un nuevo humanismo centrado en formar «personas para los demás»; la forma de gobierno de la Compañía, implicando a Provinciales y superiores locales; y, sobre todo, la misión de la Compañía fundada por San Ignacio, que a partir de su generalato asumirá el indivisible vínculo entre el servicio de la fe y la lucha contra las injusticias que asolan el mundo. Arrupe fue un visionario adelantado a su tiempo, pero guiaba a la Compañía según el rumbo marcado por el Concilio Vaticano II en documentos como la constitución Gaudium et Spes.
Son bien conocidas las dificultades que Arrupe sufrió en el seno de la Iglesia. Sus tomas de postura apostólicas no fueron siempre bien entendidas, y él mismo no dudo en reconocer equivocaciones. Pero es en este punto donde probablemente el testimonio de Arrupe resulte más difícil de encasillar desde parámetros ajenos. La relación entre Arrupe y la Iglesia está marcada por una devoción muy personal y muy honda a la Iglesia y a los Papas, en fidelidad al carisma y ejemplo de San Ignacio. Había en Arrupe, ante todo, un gran amor a la Iglesia que supera todas las dificultades. Hay que «sentir» afecto por la Iglesia, con todo lo que supone el «sentir» ignaciano: «un conocimiento impregnado de afecto, fruto de experiencia espiritual, que compromete a todo el hombre» (Conferencia Servir solo al Señor y a la Iglesia).
Esta renovada fidelidad a la tradición, entendida como forma de abrirse al mundo, para servir con celo y humildad a la misión salvadora de la Iglesia, desde el conocimiento inequívoco de todo el bien que ha hecho y hace en el mundo, puede ser hoy, en tiempos de desconcierto, una valiosa referencia. Y el próximo inicio del proceso de beatificación anunciado por el Padre General Arturo Sosa este verano, una hermosa ocasión para proclamarla.