Amar hasta el final

Hace treinta años, la madrugada del 16 de noviembre de 1989, un destacamento de soldados salvadoreños del batallón Atlacatl entró en la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador y acabó con la vida de seis jesuitas —Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López— , una trabajadora de la Universidad y su hija —Julia Elba y Celina Ramos—.
Las víctimas de la UCA se convirtieron en símbolo de una multitud anónima de víctimas ―80.000 en El Salvador durante los años 80―, y ejemplo de una forma de ser Iglesia, comprometida con la paz y la justicia. Tras el Concilio Vaticano II, bajo el liderazgo del Padre General Pedro Arrupe, la Compañía de Jesús actualizó su misión afirmando que existe un vínculo inseparable entre la fe y la promoción de la justicia. Esto llevó a los jesuitas de todo el mundo a ponerse del lado de las víctimas y a denunciar las estructuras injustas que las generan. Las muertes de la UCA confirmaron lo que la Congregación General 32 de la Compañía de Jesús había previsto lúcidamente: «No trabajaremos en la promoción de la justicia sin que paguemos un precio» (D. 4.46).
En los mártires de cualquier época admiramos el ejemplo que suponen del «mayor amor» al que Jesús se refirió: entregar la vida por los demás. El recuerdo de los trágicos acontecimientos de hace tres décadas en El Salvador nos causa sentimientos contradictorios de dolor, indignación, pero también de paz y agradecimiento. Amalgama de emociones que transmitían las palabras de Jon Sobrino SJ, a las pocas horas de conocer la noticia, en una eucaristía ante jesuitas y laicos que trabajaban con refugiados en el sureste asiático: «Tengo que darles una mala noticia: en la UCA de San Salvador han asesinado a seis jesuitas, a la cocinera y a su hija. Pero tengo que darles también una buena noticia: en este mundo hay personas que aman a los pobres hasta el final».
En los mártires apreciamos de forma particularmente nítida el rostro de Dios. Un rostro que se nos hace presente también en muchos hombres y mujeres fieles a la fuerza humilde del amor, a la voz del Espíritu, que cada día buscan ayudar los demás. El martirio también nos recuerda que la derrota, la muerte y la cruz —además de no tener la última palabra para los creyentes— son ocasión para renovar la vida de forma muy patente: el testimonio de generosidad de las víctimas desencadena respuestas y compromisos que superan ampliamente las dinámicas de violencia y odio que acabaron con sus vidas. Los mártires se convierten, así, en semillas de un Reino de justicia y amor, al servicio del cual precisamente su vocación los había llevado a vivir.